lunes, 25 de julio de 2011

Me di una hostia

Me di una hostia, una buena hostia. Nadie daba un duro por mí. Solo mi madre.

Iba en moto, del trabajo a casa. Tenía invitados a cenar. Había planeado una cena para enseñarles el piso que acababa de comprarme. Pensaba parar antes a comprar unas lubinas para hacerlas al horno con patatas asadas. Me salen deliciosas. No soy un gran cocinero, pero la lubina es un pescado muy agradecido y normalmente se chupan los dedos.

Fue una gran hostia. Me rompí la aorta. Además del esternón y todo el arco costal derecho. Lo que supuso que todas esas costillas rotas se me clavasen el los pulmones, el hígado y el riñón. Además de la mencionada aorta. La caja torácica destrozada y todo lo que va por dentro dañado. Todo menos el bazo, cosa curiosa puesto que es el órgano más maltratado por los motoristas. Si miráis en la wikipedia podéis ver que la aorta es la arteria principal del cuerpo humano, que se encarga de llevar sangre a todos lados y que tiene un diámetro de unos 2,5 centímetros de diámetro. Recuerdo un dolor enorme en el pecho mientras esperaba a la ambulancia. Me arrastraba de dolor en la acera. Creí morirme de dolor. Aún así fui yo quien llamó a la ambulancia. Dos veces. En realidad no sé si tardó mucho, pero a mi me parecía demasiado tiempo para estar con las costillas clavadas no sabía muy bien donde. Por eso volví a llamarla. “Está en camino”, me dijeron. ¡Carajo! ¡En camino! ¡Pero si el Hospital Clínico no distaba más de 400 metros! Si pudiera caminar erguido me hubiese ido andando, con una mano en el pecho y en la otra el casco. Pero no podía. Las costillas seguían clavadas en la aorta.

Ya en la ambulancia quisieron cortarme la cazadora de cuero con unas tijeras enormes. Desde mi posición, tumbado en la camilla, aquellas tijeras resultaban amenazantes. No les dejé. Extendí la mano y alguien me agarró, tiré de aquella mano y me incorporé. Me quité la cazadora y me dejé caer de nuevo. Ahora me sentía mejor, supuse que era por la postura, pero puede que los calmantes comenzaran a hacer efecto. En el hospital, tras un primer vistazo, me dijeron que era necesario avisar a mi familia. Yo, que no imaginaba todo el destrozo que tenía por dentro, intente convencerlos de que era mejor no avisarlos; al fin y al cabo poco podían hacer ellos. Además mis padres vivían en otro pueblo a 130 kilómetros. No merecía la pena, creía yo. Pero el equipo médico tenía otros planes. Necesitaban operarme. Bueno, siendo así… mejor avisarlos. Mientras continuaba debatiéndome entre la vida y la muerte (sin yo saberlo), fui capaz de llamar a mi familia. Hablé con mi madre. Le expliqué que había tenido un accidente y que reclamaban su presencia. Le dije que estaba bien. Imagino que eso y el hecho de que yo hablase con ella la tranquilizó de alguna manera.

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